Esta semana en Manantiales, una parte de mi ministerio fué ayudar a cubrir un grafiti feo (foto por venir) con algo que le gustaría a los niños, pero antes de que pudieramos comenzar a pintar cualquier cosa, teníamos que primeramente cubrir el grafiti anterior. Originalmente, queríamos cubrir el muro con pintura blanca, pero porque no alcanzaba la cantidad que teníamos, pintamos una parte del muro con pintura amarilla. Dado que queríamos que este mural durara sin importar el clima de la interperie, decidimos usar pintura a base de aceite. Como les puede contar cualquier persona que tiene experiencia con el tema, la pintura a base de aceite no quita con agua, es necesario usar Varsol y restregar muchísimo antes de que se disminuya la mancha, si es que eres tan afortunado para que se disminuya.
Igual, mientras estabamos pintando el muro, la pintura amarilla parecía salpicar con voluntad propia, aterrizando parcialmente en el muro, parcialmente en mi camisa, y especialmente en mis manos. Entonces, para el tiempo que habíamos terminado, mis dedos estaban más o menos cubiertos con pintura amarilla. Para colmo de males, me ofrecí para lavar los rodillos y cuando terminé las palmas de mis manos y mis uñas estaban llenas de esta pintura perniciosa.
Queriendo tener manos limpias antes de comer, intenté restregar mis manos con una esponja, pero porque la esponja no le hizo efecto a la pintura, tuve que regar un poco de Varsol sobre mis manos y frotarlas para que comenzara a despegar la pintura amarilla. Esto funcionó más o menos, pero tres días e incontables lavadas de manos después, mis manos todavía tienen un tinte amarillento que me hace parecer como si tuviera itericia. Pero, lo peor de toda la experiencia no fué tener las manos amarillas, lo peor fué que muchas personas le daban miradas raras a mis manos, y algunos hasta se burlaban un poco, razones por las cuales tuve que explicar una y otra vez que ayudé pintar el muro y que la pintura simplemente no caía sin importar cuanto lavara mis manos.
Durante este tiempo, una de las veces que estaba lavando mis manos, se me ocurrió el pensamiento que así eran las manos de Jesús, tal vez no manchadas con pintura amarilla, pero indeliblemente cubiertas con la mancha de su propia sangre, una pintura a base de glóbulos rojos, pintura que mancha aún más profundamente que la que es a base aceite. Por lo tanto, si hemos de aplicar mi experiencia, cuando decidimos entregar nuestras manos para su obra, estas son inevitablemente empapadas con la costosa pintura roja que salpica a todas partes para nunca caer, a pesar de cuánto intentemos restregarla para hacerla quitar. Además, cuando nuestras manos están cubiertas de este modo, estamos obligados a explicar por qué las tenemos así y aguantarnos las miradas raras y las burlas hasta que se quite la mancha. A pesar de todo, que mis manos nunca estén limpias de esta pintura roja.
