“¡Hola!, ¿qúe me cuentas?¿cómo vas?” Uish. Escrito se ve feo, ¿no?, pero es parte de la jerga cotidiana de los Bogotanos que eschaba a diario, al igual que la extraña costumbre de saludar y despedirse de beso. De hecho, aunque nadie me ha saludado ni se ha despedido así desde Ecuador, esta costumbre está inútilmente braseada en mi subconsciente, creo que es culpa de todas las veces que mis padres me forzaron ser una persona educada. En Cambuya nos saludamos con una leve venia y las manos juntas y si algo, alguien del escuadrón Americano me choca cinco, toca el hombro, o hasta me abraza.

Ahora bien, sé que no huelo a rosas, vivo en una carpa en un sotea, siempre hace calor y no hay turno de baño concebible que acomode dos duchas diarias para unas treinta muchachas repartidas entre cuatro baños, ¿que esperábamos, el palacio presidencial? Pero es extraño ser amiga de alguien que no se ha adaptado a esa práctica particular que es tan representativa de las culturas en las cuales crecí, especialmente entre mujeres. Pero, supongo que vivir en Camboya con muchachas Americanas crea una cultura particular donde el toque de demencia pre requisito para mochilear alrededor del mundo para seguir a Jesús y servir su pueblo no es nada extraordinario y aguardar rumbas espontáneas, noches de películas inesperadas, visitas repentinas a la heladería, diagnósticos médicos profesionales, tips útiles e historias bizarras viene con la extraña ecuanimidad de alguien que acepta a cada día con sus aventuras, navega las tormentas y se regocija en la calma.

Compartiendo ropa y secretos, vivir en comunidad es un poco como cocinar papas en una enorme olla a presión donde nuestras imperfecciones y corazones duros son ablandados y amoldados para ser más como los de Jesús. De hecho, confieso que al comienzo de esta carrera pasé un buen rato intentando pretender que no podría querer a mi escuadrón porque son tan diferentes a mi; sufrí shock cultural, y luego timidez, seguido por curiosidad y conflicto, mucho conflicto, momentos rarísimos, viajes larguísisisisimos, risas por montón y en algún punto que desconozco, esta gente me comenzó a caer bien y comenzaron a tallar sus marcas en mi alma, y ahora los amo intrañablemente. Ellos me empujan a seguir a Jesús aún cuando estoy cansadísima, no quiero hacer nada en absoluto y tengo ganas de mandar a todos a la quinta porra. Es tanto así que ahora los considero como hermanos y hermanas, y ¿qué hermano exasperado no ha querido descambiar a su hermana por un cachorrito?

Como extraña “dios-idencia”, hace poco estaba leyendo un libro de apologética en el cual el autor documenta que entre los romanos del primer siglo que observaban la extraña costumbre de la iglesia primitiva de llamarse “hermano” y “hermana” entre sí y concluyeron que la iglesia no era más que un foro para el inciesto. Ahora, esta conclusión rara es para alguien que malentiende la seriedad del afecto que los Cristianos nos debemos tener, pero la fuerza de amor filial es una de resistencia en los momentos buenos y malos. Anteriormente, pensaba que el término filial era simplemente una pintoresca formalidad, pero conociendo más a fondo la gente de mi escuadrón y escuchando sus historias profundas, me estoy dando cuenta que son mis hermanos y hermanas en verdad. Ellos nacieron de la sangre que me dió mi sangre, bebieron de la misma copa, partieron y comieron del mismo pan. Surgieron de las mismas aguas que me limpiaron y proclamaron mi decisión de ser hija del mismo Padre.

Entonces, a fin de cuentas, esta es la gente que amo, no porque los escogí, si no porque Dios los escogió para mi. De hecho, me demoré un buen rato decidiendo que esta gente es mi gente, y antes de aceptarlos como mi familia, los juzgué. Perdonándome generosamente, cada día que pasa, me estoy dando más y más cuenta que tengo el gran privilegio de recorrer el mundo con estas personas tan invalorables que tienen tantos talentos y tanta sabiduría para compartir, aún si dicen “Hey! How are you?” y no saludan de beso, también son mis amiguis.