¿Se acuerdan, de la koinonía de la cuál hablé hace tanto? Bueno, hace tres meses tenía una idea bastante romántica de ella, pero ahora, tras dos meses de compartir baño, cocina, sala, comedor, etc. con personas que hablan cuando solo quiero silencio, ensucian cuando solo quiero limpiar, juegan cuando solo quiero estarme quieta y de varias maneras hacen lo opuesto a lo que yo quiero, estoy volviendo a formular esta idea. Resulta y acontece que vivir en comunidad es difícil, porque de una manera absolutamente inesperada, la gente parece tener voluntad propia y hace lo que quiere sin importar lo que yo quiero que hagan. Obviamente, esta falla no es realmente una falla, es un tanto demente esperar que mis compañeros sean títeres que se amoldan a mis caprichos, pero de igual manera creo que la niña de tres años que tengo en mi alma sigue quieriendo que el mundo rote al rededor de ella.

Por esto, en los pasados dos meses me he vuelto experta en meterme audífonos, alejarme de la situación y pedirle a Dios que me de gracia con los ruidos, desordenes, juegos y de más. Milagrosamente, Él me la ha dado y estoy comenzando a amar a mis compañeros con un extraño amor filial, pero dar gracia cuando la gente me irritita no es una relación lo suficientemente buena. Es decir, perdonar las cosas pequeñas es un deber negativo (decidir responder de cierta manera por cierto estímulo), pero Jesús nos llama a tener comunidad positiva (decidir actuar de cierta manera sin cierto estímulo).

Aún estando en un viaje de misiones, me es muy fácil seguir con mi propia vida, sufriendo con mis propios problemas, ignorando los problemas ajenos, mirando a la gente, pero sin ver quiénes son, o escuchándo lo que dice la gente, pero sin oir qué quiren decir. Con tantas personas a  mi alrededor, cada una con voluntad propia, ver y escuchar a cada uno es tarea difícil porque implica concentración de parte mía y no solo las funciones involuntarias de mi cerebro. Por eso, me he dado cuenta que la comunidad no es para los de corazón defallecido: implica esfuerzo, dedicación, y como decimos los Colombianos, un poco de berraquera.

La comunidad implica decidir que escoges convivir con otras personas a pesar de diferencias culturales y de opinión. Implica ser vulnerable y mostrar quién eres, a pesar del temor a que te puedan rechazar. Implica demostrar que eres humano, y que mientras tienes cualidades varias, también tienes defectos varios. Implica humillarte un poco para permitir que otros amolden tu carácter mientras das y recibes gracia. Implica escuchar a otros cuando hablan y esforzarte para pasar tiempo con ellos. En resumen, la comunidad implica entrega.

Pero, a pesar de las dificultades, creo que la koinonía vale la pena, porque cuando te esfuerzas  por una relación, recibes una relación verdadera que te apoya en los momentos difíciles, te acompaña en tus aventuras y te hace reír frente las varias bobadas de la vida. Padre, que nosotros como tu iglesia podamos cultivar relaciones genuinas que nos conduzcan hacia tí y hacia las personas a las cuales nos has mandado. Amén.